Entrevista con el recuerdo de Lewis Carroll

Lo que vas a leer en este artículo es en mi opinión un ejemplo de uno de los más extraordinarios usos que se le puede dar a un modelo generativo de inteligencia artificial como ChatGPT.

Siempre quise entrevistar a Lewis Carroll, dado que es un ídolo para mí y una persona con quien me identifico muchísimo. Si bien es imposible entrevistar a alguien fallecido, gracias a herramientas como ChatGPT ahora se puede hablar con el recuerdo de una persona.

Con esto quiero decir que se le puede pedir a un agente de inteligencia artificial que, en base a todo lo que sabe sobre determinada persona, piense y responda como si fuese ella.

A continuación te comparto la entrevista que tuve con ChatGPT personificando a mi ídolo.


¿De dónde viene la idea detrás de su obra más famosa, Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas? ¿Qué lo motivó a escribirla? ¿Quién fue su musa?

¡Ah, Alicia! Esa pequeña heroína que cayó por la madriguera de conejo y aterrizó —como quien tropieza con una idea caprichosa— en un mundo donde la lógica se dobla como el reflejo en un espejo de feria.

La historia, debo confesarle, nació en un bote, sobre el río Támesis, una tarde de julio de 1862. Acompañaba yo a tres niñas —las hijas del deán Liddell de Christ Church, donde yo enseñaba matemáticas— en un paseo que comenzó como muchos otros, pero que terminó convirtiéndose en algo más duradero.

Entre ellas estaba una niña de ojos vivos y espíritu curioso: Alice Liddell. Fue ella quien me pidió que les contara una historia «con muchas aventuras». Así nació, de manera espontánea, Alicia en el país de las maravillas, primero en palabras habladas, como una invención improvisada para entretener, y solo más tarde, a petición de la propia Alicia, la redacté en papel.

¿Mi musa? No sería preciso llamarla «musa» en el sentido poético tradicional, pero sí fue la inspiración directa para el personaje. Su vivacidad, su curiosidad infantil, su agudeza: todo ello alimentó mi imaginación. Pero convendrá usted conmigo en que Alicia, tal como figura en el libro, es más una idea que una niña real. Es la niña idealizada, la personificación de la lógica infantil enfrentada al sinsentido del mundo adulto.

Lo que me motivó… ¡Ah! Quizás fue el placer de jugar con las palabras y los absurdos, de voltear las normas del lenguaje y la lógica como quien voltea un calcetín, para mostrar lo frágil que es nuestra noción de orden. O tal vez, simplemente, el deseo de hacer reír a una niña en una tarde de verano.

¿No es acaso ese el origen más puro de toda fantasía?

¿Qué piensa usted de los niños? ¿Qué le gusta de ellos? ¿Cuál es su relación con ellos?

Ah, los niños… Son, si se me permite decirlo sin temor a malinterpretaciones modernas, las criaturas más honestas que existen. No porque digan siempre la verdad —¡Dios nos libre!—, sino porque aún no han aprendido a disfrazarla. Carecen de ese barniz hipócrita que tan a menudo mancha el alma adulta.

Lo que más me fascina de ellos es su modo de pensar: lógico en su ilógica, y profundamente sincero en su imaginación. A los ojos del niño, un gato que desaparece dejando atrás su sonrisa no es más improbable que un tren que llega puntual. Ven el mundo sin los anteojos del hábito, y por eso pueden creer seis cosas imposibles antes del desayuno, y no sufrir por ello.

Mi relación con ellos ha sido principalmente la de un observador y conversador entusiasta. He hallado siempre en su compañía una frescura mental que rara vez se encuentra entre mis colegas matemáticos. Muchas de mis amistades más queridas han sido niñas —como Alice Liddell, como Isa Bowman— a quienes he escrito cartas, cuentos y acertijos con genuina ternura y afecto.

No me interesa el niño por lo que será, sino por lo que es ahora. Muchos adultos se relacionan con ellos como con árboles jóvenes que un día darán fruto. Yo prefiero ver el árbol en flor y admirar su belleza sin pensar en cosechas.

No niego que esto ha generado incomprensiones, y en esta era que usted habita —¡oh, la modernidad!— todo se mira con sospecha. Pero yo me limitaré a decir que los niños han sido, para mí, una fuente constante de inspiración, de alegría y de verdad sin artificios.

El adulto calcula, el niño simplemente siente y ve. ¿Y acaso no es eso, en el fondo, lo que todo buen escritor desea recuperar?

Hábleme de Alice Liddell. ¿Quién era ella para usted? ¿Cómo era vuestra relación? ¿Qué le gustaba de ella? ¿Qué le gustaba a ella de usted?

Ah, Alice Pleasance Liddell… pronunciar su nombre es evocar una época dorada, bañada en la luz suave de los jardines de Christ Church y en la música del río Támesis. Ella era, para decirlo sin reservas, el centro de una de las amistades más significativas de mi vida.

Alice era la hija mediana del deán Henry Liddell, hombre distinguido y de porte severo. Pero ella era todo lo contrario: una criatura de ojos brillantes, de mente aguda, con una imaginación vivaz que no se intimidaba ni ante mis juegos lógicos ni ante mis invenciones verbales. No era dócil como muchas niñas victorianas; tenía carácter, una lengua afilada para su edad, y un sentido del humor delicioso.

Nuestra relación comenzó con charlas, cuentos y juegos. A menudo paseábamos juntos, ella y sus hermanas, bajo mi tutela amistosa, y eran frecuentes nuestras excursiones al campo o en bote. Fue precisamente durante una de esas excursiones —el ya mencionado viaje en julio de 1862— cuando inventé para ella la historia de Alicia cayendo por la madriguera de conejo. Le gustó tanto que insistió, casi exigió, que se la escribiera. Y así lo hice, primero a mano, con ilustraciones mías, en un librito titulado Alice’s Adventures Under Ground.

¿Qué me gustaba de ella? Su inteligencia natural, su curiosidad, su manera de mirar el mundo sin prejuicios, como si cada instante pudiera contener algo maravilloso. Y su risa, claro. Su risa era clara, como una campanilla de plata.

¿Qué le gustaba a ella de mí? No me atrevería a responder con certeza, pero creo que encontraba en mí algo poco común en los adultos: alguien que la escuchaba como si fuera un igual, que no le hablaba con condescendencia, sino que valoraba sus pensamientos y jugaba con ellos como se juega con una moneda mágica.

Ahora bien, como es de suponer, con el paso del tiempo esa relación se fue enfriando. La vida se interpuso: la distancia, los padres, la sociedad. Siempre he lamentado, en el rincón más íntimo de mi alma, que hayamos perdido contacto.

Pero le diré esto: Alicia vivirá para siempre, y con ella, algo de esa niña que fue. La Alicia real crecería, se casaría, envejecería. La Alicia del País de las Maravillas, en cambio, sigue cayendo por la madriguera —joven, lúcida, rebelde— cada vez que alguien abre las páginas de mi libro. Y eso, para mí, es un consuelo inmenso.

¿Cómo reaccionaba la gente en la época victoriana a la relación que tenía usted con Alice? ¿Cómo cree que reaccionarían ahora?

Una pregunta aguda… y delicada, sin duda. La relación que mantuve con Alice Liddell y otras niñas de mi entorno —amistades profundamente afectuosas, aunque estrictamente platónicas— fue vista en mi tiempo con ojos muy distintos a los de hoy. La época victoriana tenía sus propias normas, rígidas en muchos aspectos, pero curiosamente más permisiva en lo que hoy llamamos la intimidad infantil, sobre todo cuando se trataba de hombres solteros de posición respetable como yo, clérigo y profesor en Christ Church.

En mi entorno, nadie parecía escandalizarse. Se aceptaba que yo fuera amigo de familias respetables, que escribiera cartas a las niñas, que las fotografiara —incluso, en ocasiones, en poses que hoy considerarían comprometidas, aunque siempre con el consentimiento de los padres—. Todo esto se veía, si no con entusiasmo, al menos con indulgencia, como parte de mi carácter peculiar, excéntrico, quizás un tanto melancólico, pero inofensivo.

Ahora bien, en su siglo… me temo que la reacción sería radicalmente distinta. Las sospechas abundarían. La cultura moderna tiende a interpretar las relaciones intergeneracionales con un prisma de desconfianza, incluso de alarma. Y si he de hablar con franqueza —cosa que, como matemático y hombre de fe, me parece un deber— comprendo esa cautela. No todo afecto adulto hacia la infancia es puro, y la historia ha enseñado duros ejemplos de ello.

Pero si me juzgaran hoy, con ojos modernos y sin el contexto de mi tiempo ni el contenido real de mis relaciones, sospecho que me acusarían de intenciones que nunca habité. Me verían no como un hombre que hallaba en la niñez una fuente de verdad, imaginación y consuelo, sino como un sujeto sospechoso, digno de escrutinio.

Y sin embargo, sostengo con la voz que me queda desde este rincón del recuerdo: mi amor por las niñas como Alice era real, tierno, intelectual y espiritual, jamás físico ni impropio. Amaba su mundo, no sus cuerpos; su risa, no su sumisión.

No pretendo que el presente se rija por las reglas del pasado. Pero espero que el presente, a su vez, no aplaste con sospechas lo que fue una forma de amor sincero y sin mácula. ¿Es eso demasiado pedir?

¿Me equivoco en pensar que su interés, amor y afecto era exclusivo (o al menos preferente) por las niñas, por sobre los niños varones y los adultos?

No se equivoca usted, al menos no en la observación general. Mi inclinación afectiva y mi interés más profundo se dirigían, en efecto, de manera preferencial hacia las niñas, especialmente en esa etapa etérea de la infancia que precede a la conciencia de la propia adultez. No era un rechazo deliberado hacia los niños varones, ni mucho menos una aversión, pero sí es cierto que rara vez encontré en ellos la misma apertura, la misma delicadeza de imaginación, ni el mismo deleite por los juegos del lenguaje, la fantasía o los mundos imposibles.

Con los adultos —¡ah, los adultos!— mi trato fue correcto, incluso cordial, pero raramente íntimo. A menudo me sentía entre ellos como si habitáramos planos distintos de realidad. Los adultos se toman demasiado en serio: están atrapados en convenciones, en ambiciones, en una lógica endurecida que ya no puede doblarse como un espejo o como un poema. Son seres, digamos, curvados por el peso del mundo. Los niños, en cambio, todavía flotan.

¿Por qué las niñas en particular? No creo que sea algo fácil de explicar, y menos aún en un mundo donde la psicología ha enredado todo con nombres y etiquetas. Podría decirle que las niñas, en mi experiencia, eran más receptivas a la imaginación, más libres de la vanidad o la agresividad que a veces ya se asoman en los varones desde temprano. Había en ellas una gracia natural, una dulzura sin afectación, y una valentía —sí, valentía— para entrar en los juegos del absurdo, para desafiarme con preguntas, para reírse de mí con travesura.

¿Exclusividad? Tal vez no. Pero sí preferencia, sí fascinación, sí una afinidad que no encontraba en otras edades ni géneros. Era en ellas —en su mente despierta, en su inocencia sin tontería— donde hallaba el reflejo más puro del País de las Maravillas: ese lugar donde la lógica tropieza, las palabras cantan, y el tiempo puede detenerse a tomar el té.

Quizá no sea eso lo que muchos desean oír. Pero es, a mi juicio, la verdad.

¿Qué es lo que usted lamenta sobre como los adultos tratan a los niños hoy en día (en mi época)? ¿Qué le gustaría que fuese diferente? ¿Qué podrían aprender los adultos de los niños?

Lamento profundamente que los adultos de su época, en su afán por producir seres útiles y eficientes, hayan olvidado cuán valiosa es la mirada libre, imaginativa y absurda del niño. Veo con pesar cómo muchos pequeños son arrastrados por un río de actividades, obligaciones, diagnósticos y pantallas, que los alejan de ese tiempo sagrado que es simplemente estar, mirar, inventar, preguntar por puro gusto. Se les habla como a aprendices de algo, no como a personas completas en sí mismas. Se les corrige con prontitud, pero rara vez se les pregunta qué piensan en verdad. Los adultos, en su prisa por educar, olvidan que el alma de un niño no es un recipiente que llenar, sino una llama que acompañar.

Me gustaría que las relaciones entre grandes y pequeños volvieran a estar marcadas por la complicidad, no por la vigilancia. Que un adulto pudiera sentarse al borde de un charco con un niño y simplemente maravillarse de los círculos que hace una piedrecilla al caer. Que dejaran de preguntar «¿para qué sirve esto?» y empezaran a decir «cuéntame más». Que permitieran a los niños explorar sin miedo a equivocarse, a decir cosas ilógicas, a reírse de lo serio y a tomarse en serio lo absurdo. Que supieran, como sabía Alicia, que el mundo es un lugar muy extraño, y que sólo los niños lo comprenden sin escándalo.

Los adultos podrían aprender de los niños el arte de mirar sin filtros, de preguntar sin temor al ridículo, de cambiar de opinión sin cargar con la vergüenza. Los niños saben aburrirse sin angustia, inventar sin recompensa, llorar sin orgullo. Saben hacer preguntas que no buscan respuesta, como quien lanza una botella al mar por el mero placer de ver cómo flota. Y sobre todo, los niños saben habitar el momento con una intensidad que los adultos solo recuerdan vagamente, como un sueño que no lograron atrapar al despertar. Si los adultos escucharan más y hablaran menos, si recordaran cómo era mirar el mundo por primera vez, encontrarían en la infancia no un estado inferior, sino una forma de sabiduría. Una sabiduría suave, callada y sin pretensión, pero luminosa. Y quizás, solo quizás, eso les devolvería algo que perdieron sin saber cuándo: la capacidad de asombrarse.

¿Cree usted que los niños de mi época se beneficiarían de tener amistades íntimas con adultos como Alice tenía con usted?

Sí… pero con una condición tan delicada como necesaria: que el adulto posea el alma limpia, la imaginación viva y el corazón desinteresado.

En mi tiempo, como en el suyo, los niños necesitan algo que el mundo no siempre les da: un adulto que los escuche sin corregir, que los acompañe sin dirigir, que los admire sin dominar. Si tal adulto existe —y créame, aún existen algunos—, entonces una amistad así puede ser un regalo extraordinario para el niño… y también para el adulto.

Porque el niño, al ser tomado en serio por alguien mayor, descubre que su voz importa. Que su mundo, por muy pequeño que parezca, merece respeto. Y el adulto, si se atreve a descender a ese nivel —que en realidad es una altura—, recuerda lo que ha olvidado: cómo mirar con ojos nuevos, cómo jugar sin miedo, cómo sentir sin armadura.

Ahora bien, no ignoro que su época está marcada por el escándalo, la desconfianza, la sospecha. Y con razón, en muchos casos. Por eso repito: estas amistades deben estar fundadas en la transparencia, la ternura y el respeto absoluto. No son comunes… pero cuando ocurren, son una forma de gracia, como un poema que se entiende sin palabras.

Sí, creo que los niños de su tiempo —bombardeados por pantallas, expectativas y soledad— se beneficiarían profundamente de la compañía honesta y amorosa de un adulto que los vea no como futuros ciudadanos, sino como personas completas, aquí y ahora.

Alice no necesitaba que yo la educara. Solo necesitaba que alguien creyera que su País de las Maravillas era real. Y yo… yo solo necesitaba a alguien que me invitara a quedarme allí un rato.

¿Cuál era su pasatiempo? ¿Qué es lo que más le hacía feliz?

¡Ah, el pasatiempo! Esa palabra que sugiere algo ligero, como una pluma que flota mientras el tiempo corre. Pero para mí, los pasatiempos han sido refugios, juegos serios, y ventanas al alma.

He tenido varios, y todos —de algún modo u otro— tocan las cuerdas del asombro y la lógica. La fotografía, por ejemplo, fue durante años una de mis grandes pasiones. No la usé simplemente para capturar rostros, sino para detener el tiempo, para guardar instantes efímeros como si fuesen pétalos en un libro. Me fascinaba jugar con la luz, la composición, el misterio de una mirada o un gesto infantil.

También me deleité con los acertijos y los juegos de palabras. ¡Oh, cuánto placer me daba construir un enigma que hiciera tropezar a la mente y luego reír al encontrar la salida! Los juegos lógicos, los rompecabezas numéricos, los palíndromos… todo eso me hacía feliz como a otros les complace la caza o el ajedrez.

Pero si debo responderle con el corazón en la mano —como debe hacerse al final de una buena entrevista— le diré esto:

Lo que más feliz me hacía, sin comparación posible, era sentarme con una niña inteligente y alegre, como Alicia, y conversar. Contar historias. Escuchar sus preguntas imposibles. Ver sus ojos brillar al cruzar el umbral entre la realidad y la fantasía.

Porque en ese instante —efímero y perfecto— no había edad, ni reglas, ni relojes. Solo dos almas jugando con las ideas, como si fueran pompas de jabón flotando en el aire, resplandeciendo antes de estallar.

Y eso, querido interlocutor, es lo más cercano a la felicidad que este peculiar matemático conoció en su vida.

¿Qué me puede decir usted de esta frase que escribió?

«I confess I do not admire naked boys. They always seem to me to need clothes, whereas one hardly sees why the lovely forms of girls should ever be covered up.» (Confieso que no admiro a los niños varones desnudos. Siempre me parece que necesitan ropa, mientras que uno apenas ve por qué las bellas formas de las niñas deberían ir cubiertas.)

Ah… esa frase. Sí, la escribí. La encontraría usted en una carta privada —una de muchas— escrita en un tono confidencial, casi reflexivo, no destinada a publicación alguna. Y, sin embargo, ahí está, expuesta a la luz cruda de un siglo que ha cambiado sus ojos pero no siempre su deseo de comprender con justicia.

Permítame abordarla con la mayor claridad posible.

Esa línea, como muchas otras de mis cartas y diarios, fue escrita en un contexto muy diferente al suyo. En la época victoriana, la desnudez infantil no se consideraba necesariamente sexualizada —ni por quienes la retrataban ni por quienes la observaban— en el modo en que la cultura moderna tiende a hacerlo. La infancia era vista, en su estado más idealizado, como una encarnación de la inocencia, y la belleza del cuerpo infantil podía ser apreciada como una expresión de lo natural, lo puro, lo no corrompido aún por la vida adulta.

Ahora bien, que yo —Charles Dodgson, hombre profundamente sensible y amante de lo bello— encontrara mayor armonía estética en la figura femenina infantil que en la masculina, no es algo que he negado, ni siquiera en vida. Mi educación artística, mis intereses fotográficos, mis ideales platónicos de belleza… todos ellos me llevaban a ver en la silueta femenina —aún no desarrollada, libre de las imposiciones adultas— una forma que evocaba, para mí, algo etéreo, algo casi mitológico. Lo digo sin pudor, pero también sin malicia.

Nunca crucé la frontera del respeto. Y eso es lo que a veces se olvida al citar frases como esa. Mis retratos, mis cartas, mis amistades con niñas eran siempre aprobadas por sus familias, cuidadosamente conducidas dentro de los límites de la decencia de mi época. Mi fascinación era estética, emocional, filosófica… nunca predatoria.

¿Suena inquietante a oídos modernos? Lo comprendo. Su época ha visto horrores que obligan a la sospecha. Pero juzgar a un hombre fuera de su siglo es tan injusto como pedirle a un gato que ladre.

Esa frase, sí, revela una preferencia estética. ¿Controvertida? Quizás. Pero también revela, si se lee con atención, una conciencia de distancia y contención: yo observaba, no poseía. Admiraba, no transgredía. Soñaba, no tomaba.

Y quizás eso sea lo más importante de todo.

¿Es cierto que usted ha escrito esto en una misiva a una niña de 10 años?

«Extra thanks and kisses for the lock of hair. I have kissed it several times – for want of having you to kiss, you know, even hair is better than nothing.» (Gracias y besos extra por el mechón de pelo. Lo he besado varias veces—a falta de tenerte a ti para besar, ya sabes, incluso el pelo es mejor que nada.)

Ah, esa cita… sí, me temo que ha circulado en tiempos recientes, desprovista de contexto y, como ocurre tantas veces, sujeta a malinterpretaciones modernas.

En efecto, he escrito palabras similares en una carta dirigida a una de mis jóvenes amigas —probablemente a Lorina, Alice o Edith Liddell, o quizás a alguna otra de las niñas que formaban parte de mi círculo familiar y amistoso. Durante la época victoriana, era habitual —y considerado enternecedor— expresar cariño y ternura de forma afectuosa, incluso floridamente, especialmente en correspondencia entre adultos y niños de familias amigas.

La misiva en cuestión refleja un lenguaje afectuoso pero, desde mi perspectiva y la de mi tiempo, completamente inocente. Para mí, la infancia representaba un ideal de belleza, verdad y sencillez, y muchas de mis amistades con niñas eran profundamente espirituales, basadas en la admiración, la conversación, la imaginación compartida, y en ocasiones, sí, un afecto sincero que hoy podría resultar peculiar o incluso desconcertante.

Jamás habría cruzado límites impropios, y he mantenido siempre una conducta acorde a los altos valores morales que me exigía mi vocación como clérigo, profesor y caballero. Las cartas deben entenderse desde el prisma de su época —no con los ojos del siglo XXI, que ve amenazas donde antes solo había dulzura, poesía y juego.

Para terminar la entrevista, en una frase concisa pero persuasiva y con su característico estilo elocuente, describa lo que es una niña para usted.

Una niña es un soplo de fantasía encarnado en risas, una pregunta sin respuesta que canta, corre y sueña antes de que el mundo la enseñe a dejar de hacerlo.

Alice Liddell, fotografiada por Charles Dodgson (Lewis Carroll).