Mi religión es irreligión y mi moral es amoralismo

Kara Ema:

No, esta vez voy a empezar distinto. Esta entrada no va dirigida a Ema sino a mis lectores. A partir de ahora las únicas entradas que dirigiré a Ema serán las de mi diario, dado que es mi diario quien se llama Ema.

Esta entrada también es distinta por otra razón. Es la primera que voy a estar escribiendo en la categoría de ensayos. Un ensayo es básicamente un escrito que alguien hace expresando su opinión sobre un tema en particular.

El tema sobre el cual estaré filosofando hoy será el de moralidad (o moral o ética, como quieras llamarlo—todo hace referencia más o menos a lo mismo).

Cabe destacar que mis opiniones pueden ser distintas de las tuyas, lo cual no significa que sean más o menos válidas. Reconozco y respeto el hecho de que otras personas —probablemente la mayoría en este caso— puedan tener una opinión diferente de la mía, y que la mía puede estar errada tanto como la de cualquier otro.


Creo que no debería de ser sorpresa para nadie que me conozca el hecho de que no creo en la religión—en ninguna religión. ¿Pero por qué?

Podría mencionarte varios argumentos para no creer en la existencia de ningún dios. De hecho, si bien son totalmente irrelevantes al tema del cual realmente quiero hablarte en este ensayo, ya que estoy voy a mencionarte algunos:

  1. El problema del mal: la existencia del mal y el sufrimiento en el mundo es incompatible con la existencia de un Dios todopoderoso, omnisciente y benévolo. Qué bueno que es Dios, ¿no? Todo lo que está haciendo por los niños ucranianos es realmente admirable… Dios sabe que lo mejor para ellos es ser separados de sus padres y darles una nueva identidad en Rusia, donde van a poder tener una mejor vida con muchas más libertades que antes.
  2. Falta de pruebas empíricas: no hay pruebas empíricas que demuestren la existencia de Dios y, por tanto, la creencia en Dios no está justificada. Literalmente la única «prueba» que hay es que existe un libro que cuenta su relato; pero también existe un libro que cuenta el relato de otro dios llamado Aslan. ¿Deberíamos creer que existe Aslan también entonces?
  3. No falsabilidad: el concepto de Dios no es falsable, es decir, no puede demostrarse ni refutarse mediante pruebas empíricas o argumentos lógicos. Esto significa que ni los cristianos pueden demostrar que su Dios existe ni los ateos pueden demostrar que no existe. Pero la carga de la prueba le corresponde a la persona que asevera la existencia. Sería ridículo que yo intentara persuadir a una persona de que los fantasmas existen diciéndole: «Los fantasmas existen, ¿sabías? Y si crees que no existen, ¡demuéstralo!».

Hay un montón más de argumentos que podría darte, pero la existencia o inexistencia de Jesús, Alá o Aslan me tiene sin cuidado. Mi problema no es con los dioses sino con la idea de religión. Por eso es que arranqué esta entrada diciendo «no creo en la religión» en vez de «no creo en Dios». Así que olvidémonos de esta digresión y volvamos a partir de la pregunta que planteé hace un momento.

¿Por qué no creo en la religión? Porque es muy fácil de ver que es un constructo social, algo fabricado por el hombre y no algo universal que aplique igual para todos. No todos los humanos tenemos la misma religión y creemos en los mismos dioses. De hecho, hay tantos dioses y religiones como existen culturas y comunidades. Tu religión va a depender entonces del contexto social en el que hayas nacido y sido criado.

Si naciste en Argentina, lo más estadísticamente probable es que hayas sido criado por una familia católica, ido a un colegio católico, y recibido el bautismo y la comunión de acuerdo a los ritos de esta religión particular. A lo mejor vayas a la iglesia las dos o tres veces al año que te acuerdas de que eres cristiano. También es altamente probable que nunca te cuestiones lo que te inculcaron de niño, y por consiguiente que sigas siendo católico por el resto de tu vida.

¿Pero nunca te preguntaste que habría pasado si hubieses nacido en otro lado? La respuesta es obvia: si hubieses nacido por ejemplo en Japón, no habrías sido jamás cristiano sino budista y sintoísta. De hecho técnicamente serías irreligioso, dado que como te he contado en otras oportunidades, para los japoneses el budismo y el sintoísmo forman parte intrínseca de su cultura, al punto de que ni siquiera las consideran religiones como tales. Si le preguntas a un japonés «¿cuál es tu religión?», lo más probable es que te digan que no tienen ninguna.

¿Cuándo fue la última vez que viste a un niño que tuviese una religión distinta de la de sus padres? Probablemente nunca. No existen los niños cristianos, judíos o musulmanes, sino los niños de padres cristianos, judíos y musulmanes. Con esto no quiero decir que los niños no sean capaces de decidir su propia religión—al contrario, los niños son capaces de mucho más que la sociedad les da crédito. El problema está en que la sociedad normalmente no les da la información necesaria para poder decidir ciertas cosas, y eso es lo que los hace incapaces de tomar ciertas decisiones informadas.

El mundo sería un mejor lugar si les explicásemos a nuestros niños que existen muchas religiones y que pueden elegir entre todas ellas (o bien ninguna), en lugar de condicionarlos y forzarlos a pertenecer a la nuestra, traumándolos de por vida con conceptos tales como el purgatorio, el infierno, el «temor de Dios», los pecados, la herejía, el fruto prohibido, la historia de la mujer que desobedeció la palabra de Dios y fue convertida en un pilar de sal, etc.


Así como no creo en la religión, tampoco creo en la moral. La razón es exactamente la misma por la cual no creo en la religión. Es fácil de probar que la moral, al igual que la religión, no es más que un constructo social—algo inventado por la sociedad para mantener a todos bajo una misma ideología colectiva, para crear normas sociales que todos cumplan intuitivamente y sin cuestionarlas, porque es lo «políticamente correcto», lo «apropiado», lo que está «bien», lo «moral». Cualquiera que intente ir contra estas normas será fuertemente repudiado y marginalizado.

¿Pero en qué se basan estas normas? ¿Quién y cómo las definen? ¿Existen realmente el «Bien» y el «Mal» como conceptos universales? ¿Existe una ética que aplique para todos los humanos por igual? La respuesta para mí es no, y voy a intentar demostrártelo.

Así como cada nación tiene sus propias normas penales y judiciales (leyes), cada cultura además cuenta con sus propias normas sociales, las cuales no necesariamente coinciden con las de otras culturas. Así como hay una religión para cada civilización, también existe una ética para cada cultura. Lo que es aceptable en una no necesariamente es aceptable en otra.

No solo la moral no es transcultural, sino que tampoco es transtemporal. Los valores morales de una sociedad van cambiando a lo largo del tiempo, de acuerdo a lo que se conoce como Zeitgeist.

Zeitgeist es una palabra en alemán que puede traducirse al español como «espíritu del tiempo», «espíritu del momento» o «espíritu de la época». Hace referencia al clima, ambiente o atmósfera intelectual y cultural de una determinada era.

Es un término que se refiere a las características distintivas de las personas que se extienden en una o más generaciones posteriores y cuya visión global, a pesar de las diferencias de edad y el entorno socioeconómico, prevalece para ese particular período de la progresión socio-cultural. Zeitgeist es la experiencia de un clima cultural dominante que define, particularmente en el pensamiento hegeliano, una era en la progresión dialéctica de una persona o el mundo entero.

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Básicamente el Zeitgeist de una época y una cultura es lo que define qué es lo socialmente aceptable. Por ejemplo, en muchas partes del mundo (aunque no todas) actualmente es socialmente aceptable ser homosexual; un par de décadas atrás no lo era, y la idea prevalente era la de homofobia. Si no eras homofóbico eras considerado «raro» o «socialmente inadaptado». Hoy es al revés.

Si el ejemplo de la homosexualidad no es suficiente para convencerte de que la moralidad no es universal sino que depende de la civilización en la que te encuentres, tengo algunos ejemplos más.

En el antiguo Egipto, los faraones se creían que eran algo así como dioses que podían hacer lo que querían y que tenían la responsabilidad de preservar su linaje divino. ¿Qué crees que hacían para preservar su linaje? Pues practicaban incesto, claro. ¿De dónde crees que sacó la idea Game of Thrones?

Pruebas anteriores de ADN del rey Tutankamón han revelado que el faraón nació de un matrimonio entre hermanos. El hecho de que su madre y su padre fueran hermanos puede parecer extraño hoy en día, pero el incesto estaba muy extendido entre la familia del niño rey, ya que se creía que los faraones descendían de los dioses.

Daily Mail

Aunque el incesto padre-hija no era una práctica habitual entre los faraones del Antiguo Egipto, como sí lo eran los matrimonios entre hermanos, algunos monarcas, obsesionados por preservar la «pureza» de la sangre real, se casaban con sus propias hijas.

Life Persona

Y si el incesto egipcio te parece espantoso, es porque todavía no escuchaste lo que hacían en la antigua Grecia.

La pederastia griega, idealizada por los griegos desde la época arcaica, era una relación entre un joven adolescente (erōmenos, ‘amado’) y un hombre adulto que no pertenecía a su familia próxima (erastēs, ‘amante’). Surgió como una tradición aristocrática educativa y de formación moral. Los griegos la consideraban por ello un elemento esencial de su cultura ya desde los tiempos de Homero. Es importante señalar que la diferencia de edad entre erōmenos y erastēs es paralela a la que se daba entre los contrayentes del matrimonio en la antigua Grecia: un hombre en la treintena y una jovencita o joven de entre quince y dieciocho años. También cabe remarcar que el erómeno era un adolescente ya entrado en la pubertad y no un niño, como se entiende en el concepto actual de pederastia.

El término deriva de la combinación de dos vocablos griegos: παιδ- (raíz de παῖς, παιδός, ‘niño’ o ‘muchacho’) y ἐραστής (erastēs, ‘amante’; cf. erotismo). En un sentido más amplio, la palabra se refiere al amor erótico entre adolescentes y hombres adultos. Los griegos consideraban normal que un hombre se sintiese atraído por la belleza de un joven, tanto o más que por la de una mujer. Sólo había controversia sobre la forma en que debía expresarse este deseo.

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Sí, leíste bien: tanto la homosexualidad como la pedofilia eran moneda corriente en la antigua Grecia. Y ni hablar del poliamor y las orgías, las cuales son un invento de ellos.

Pero no puedo hablarte de antiguas civilizaciones sin mencionarte a la gloriosa antigua Roma y a la interesante y liberal forma en que encaraban ellos la sexualidad.

Algunas actitudes y comportamientos sexuales de la antigua cultura romana difieren notablemente de los de las sociedades occidentales posteriores. La religión romana promovía la sexualidad como un aspecto de la prosperidad del Estado, y los individuos podían recurrir a prácticas religiosas privadas o a la «magia» para mejorar su vida erótica o su salud reproductiva. La prostitución era legal, pública y generalizada. Las pinturas pornográficas formaban parte de las colecciones de arte de los hogares respetables de la clase alta. Se consideraba natural y normal que los hombres se sintieran atraídos sexualmente por jóvenes adolescentes de ambos sexos, y la pederastia estaba permitida siempre que el joven no fuera un romano nacido libre. «Homosexual» y «heterosexual» no formaban la dicotomía principal del pensamiento romano sobre la sexualidad, y no existen palabras latinas para estos conceptos. No se censuraba moralmente al hombre que disfrutaba de actos sexuales con mujeres o varones de estatus inferior, siempre que su comportamiento no revelara debilidades o excesos, ni infringiera los derechos y prerrogativas de sus compañeros masculinos. […]

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La evidencia de la peculiar sexualidad romana la viví en persona cuando visité las ruinas de la antigua ciudad de Pompeya, la cual estaba repleta de burdeles e incluso de símbolos fálicos en las calles y en las paredes de los edificios.

¿Cómo es posible que estas antiguas civilizaciones, que lograron tantas hazañas increíbles y crearon tantos inventos que seguimos usando hoy en día, consideraran naturales cosas como el incesto, la pedofilia, la homosexualidad, el poliamor, la poligamia, la prostitución y los matrimonios intergeneracionales?

¿No es que la pedofilia es la peor atrocidad del mundo, junto con el incesto? Ambos probablemente sean los temas más tabúes y controversiales de la sociedad contemporánea. Pero, ¿cómo podemos saber que la sociedad actual tiene razón en atribuir tanto estigma y tanto desprecio a estos actos y a la gente que los practica? Después de todo, la sociedad nos ha demostrado una y otra vez que puede equivocarse, y que está cambiando de idea todo lo tiempo sobre lo que es aceptable.

La sociedad se equivocó, por ejemplo, cuando hace tan solo unas pocas décadas atrás pensaba que los homosexuales eran unos enfermos mentales. La sociedad alemana se equivocó, en una época, cuando pensó que todos los judíos eran inferiores a ellos y por consiguiente no merecían los mismos derechos y libertades.

¿Por qué digo «se equivocó»? ¿Cómo puedo saber yo exactamente qué sociedad estaba equivocada y en qué época? ¿Cómo puede uno saber si la antigua Grecia tenía razón en considerar el incesto como algo normal o es la sociedad actual la que tiene razón en verlo como algo tabú e inmoral? ¿Cómo puede uno saber lo mismo sobre la pederastia griega o romana?

Normalmente uno aplicaría la ética colectiva para poder definir esto. Pero yo no hago eso, porque como dije antes no creo en la moralidad colectiva, dado que como he demostrado aquí la misma depende del Zeitgeist y está cambiando todo el tiempo. Imagínate si hubiese aplicado la ética de la sociedad hace veinte años atrás para juzgar a los homosexuales. Sería homofóbico, y no me interesa ser homofóbico.

Pero el hecho de que no crea en la moral colectiva no significa que no tenga mi propia moral individual. Todos tenemos una moral individual. Lo más común es que nuestra moral individual se alinee con la moral colectiva de la sociedad en la que nos encontramos, así como nuestra religión también suele ser la misma de la mayoría de las personas que nos rodean.

Mi moral individual no se basa en una moral colectiva sino en principios simples y racionales. Se basa en cualidades humanas como la empatía, la solidaridad, el altruismo y la nobleza. Se basa en derechos fundamentales como la libertad individual, la libertad de expresión y de pensamiento, la privacidad y la igualdad.

En el presente ensayo dije que no creía en el «Bien» y el «Mal» como conceptos universales. También dije que no creía en ningún dios ni ninguna religión que me dijera qué es lo que tengo que hacer para ser un hombre de bien que quiere terminar en el Cielo y no en el Infierno. Entonces la pregunta obvia que seguramente te estarás haciendo es la siguiente: ¿cómo defino yo lo que está bien y cómo lo diferencio de lo que está mal?

Lo hago aplicando una y solo una regla muy práctica y sencilla: el principio del daño. El principio que dice que la libertad de uno termina donde empieza la del otro. El principio que dice que todo debería estar permitido, excepto lo que atente contra la voluntad de terceras personas o que ejerza algún tipo de daño sobre ellas, ya sea físico o sicológico.

Puedes aplicar esta regla a cualquier cosa para saber exactamente lo que opino moralmente sobre esa cosa. Por ejemplo, apliquémosla a las relaciones homosexuales. Dos individuos homosexuales están practicando relaciones sexuales en la privacidad de su hogar. Ambos están disfrutando del acto y lo hacen por voluntad propia. Aplica la regla y verás si para mí esto es moral o no.

Esta regla funciona perfecto, y no necesito más que eso para determinar qué es y no apropiado o aceptable según mi propia conciencia y brújula moral. Así como te di el ejemplo de la pareja homosexual, también podrías aplicarla a cualquier otra cosa tabú como el incesto o el poliamor.


Podría seguir hablándote sobre otros constructos sociales más en los que no creo, como el patriotismo o la adolescencia, pero vamos a dejarlo aquí por ahora. Demasiado discurso antisocial y nihilista para un solo ensayo.


Anexo y estudio de caso: los pirahã

En mi ensayo te he mostrado cómo el concepto de lo «apropiado» puede variar considerablemente de cultura en cultura y de época en época. Te he mencionado algunos ejemplos particulares en civilizaciones antiguas, pero ninguno en comunidades modernas. La idea de este anexo es mostrarte ejemplos en una sociedad indígena contemporánea denominada pirahã.

Ahora mismo estoy leyendo un libro llamado Don’t Sleep, There Are Snakes: Life and Language in the Amazonian Jungle («No duermas que hay serpientes: Vida y lenguaje en la selva amazónica»), escrito por el lingüista norteamericano Daniel Everett.

Un relato fascinante de las asombrosas experiencias y descubrimientos del lingüista Daniel Everett mientras vivía con los pirahã, una pequeña tribu de indios amazónicos del centro de Brasil.

Everett, entonces misionero cristiano, llegó entre los pirahã en 1977 —con su mujer y sus tres hijos pequeños— con la intención de convertirlos. Lo que encontró fue una lengua que desafía todas las teorías lingüísticas existentes y refleja un modo de vida que escapa a la comprensión contemporánea: Los pirahã no tienen sistema de conteo ni términos fijos para los colores. No tienen noción de guerra ni de propiedad personal. Viven totalmente en el presente. Everett se obsesionó con su lengua y sus implicaciones culturales y lingüísticas, y con la extraordinaria satisfacción con la que viven, hasta el punto de perder la fe en el Dios que esperaba presentarles.

A lo largo de tres décadas, Everett pasó un total de siete años entre los pirahã, y su relato de esta duradera estancia es una absorbente exploración del lenguaje que cuestiona la teoría lingüística moderna. Es también una investigación antropológica, una historia de aventuras y unas memorias fascinantes de una vida profundamente afectada por la exposición a una cultura diferente. Escrita con extraordinaria agudeza, sensibilidad y franqueza, es fascinante de principio a fin, y ofrece una visión sin parangón de la naturaleza del lenguaje, el pensamiento y la vida misma.

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Los siguientes son extractos tomados de este libro, en el cual Everett relata sus fascinantes aventuras viviendo con esta tribu.

Todos los pirahãs parecen ser amigos íntimos, independientemente de la aldea de la que procedan. Los pirahãs hablan como si conocieran muy bien a todos los demás pirahãs. Sospecho que esto puede estar relacionado con sus conexiones físicas. Dada la falta de estigma y la relativa frecuencia de divorcios, la promiscuidad asociada al baile y el canto, y la experimentación sexual post y prepuberal, no es descabellado conjeturar que muchos pirahãs han mantenido relaciones sexuales con un alto porcentaje de los demás pirahãs. […] Imagínate que tú hubieses tenido relaciones sexuales con un porcentaje considerable de los habitantes de tu barrio, y que este hecho fuese juzgado por toda la sociedad como algo ni bueno ni malo, simplemente un hecho de la vida, como decir que uno ha probado muchos tipos de comida.

[…]

En la sociedad pirahã, los niños son seres humanos, tan dignos de respeto como cualquier adulto. No se considera que necesiten mimos ni protecciones especiales. Se les trata con justicia y se tiene en cuenta su tamaño y su relativa debilidad física, pero en general no se les considera cualitativamente diferentes de los adultos. Esto puede dar lugar a escenas que a los ojos occidentales pueden parecer extrañas o incluso duras.

[…]

Cualquier bebé que se corte, se queme o se haga daño de cualquier otra forma recibe una reprimenda (y también cuidados). Y una madre suele responder al llanto de dolor de un bebé en tales circunstancias con un gruñido de disgusto, un «¡Ummm!» gutural bajo. Puede que lo coja por un brazo y lo deje en el suelo bruscamente, lejos del peligro. Pero los padres no abrazan al niño ni le dicen cosas como «Pobrecito, lo siento mucho, deja que mamá te bese y te cure la herida». Los pirahãs miran con sorpresa cuando ven a madres no pirahãs hacer esto. Incluso les hace gracia. «¿No quieren que sus hijos aprendan a cuidarse solos?», me preguntan los pirahãs.

[…]

Las relaciones entre hombres y mujeres y niños y niñas, casados o no, son siempre cordiales y a menudo se caracterizan por un flirteo entre ligero y fuerte.

Sexualmente es lo mismo. Mientras no se fuerce o lastime a los niños, no hay ninguna prohibición de que participen en relaciones sexuales con adultos. Recuerdo que una vez hablaba con Xisaoxoi, un hombre pirahã de unos treinta años, y a su lado había una niña de nueve o diez años. Mientras hablábamos, ella le frotaba sensualmente el pecho y la espalda con las manos y le frotaba la entrepierna a través de sus finos y gastados calzoncillos de nailon. Ambos lo estaban disfrutando.

«¿Qué está haciendo?», pregunté superfluamente.

«Oh, sólo está jugando. Jugamos juntos. Cuando crezca, será mi mujer», me contestó despreocupado, y, efectivamente, cuando la niña llegó a la pubertad, se casaron.

[…]

Otras observaciones de la sexualidad pirahã fueron un poco más chocantes para mi sensibilidad cristiana, especialmente cuando implicaban choques entre nuestra cultura y los valores pirahã. Una tarde, durante nuestra segunda estancia familiar entre los pirahãs, salí de la habitación trasera de nuestra casa de madera partida y tejado de paja en Maici y entré en la zona central de la casa, que no tenía paredes y, en la práctica, pertenecía más a los pirahãs que a nosotros. Shannon miraba a dos hombres pirahã tumbados en el suelo delante de ella. Se reían, con los calzoncillos bajados por los tobillos, cada uno agarraba los genitales del otro y se daban palmadas en la espalda, revolcándose por el suelo. Shannon me sonrió cuando entré. Como producto de la sexofóbica cultura americana, me quedé de piedra. «¡Eh, no hagáis eso delante de mi hija!», grité indignado.

Dejaron de reírse y me miraron. «¿Que no hagamos qué?»

«Eso, lo que estáis haciendo, agarraros por el pene».

«Ah», dijeron, con cara de desconcierto. «No le gusta que nos divirtamos entre nosotros». Se subieron los pantalones y, siempre adaptables a las nuevas circunstancias, cambiaron de tema y me preguntaron si tenía caramelos.

Don’t Sleep, There Are Snakes: Life and Language in the Amazonian Jungle